“Frescas bodegas en verano y cálidas buhardillas para el invierno, domicilio de la soledad más absoluta y morada de la oscuridad más abisal. Así son las cuevas de mi pueblo. Un hogar vacío. Una mansión que atrae la más indiferente atención de Arguedas, un pueblo que sigue su rutina sin alzar la mirada sin verlas. Siempre han estado ahí impasibles al tiempo, en silencio, profanadas por la erosión, esperando a que el paso de Cronos las destruya y a que la voluntad de la gravedad las aplaste y borre de nuestra vista.
Tan sólo unos pocos las han violado egoístamente tras su abandono. Cuevas, decenas de ojos negros testigos de batallas infantiles, ascensiones de mediocres alpinistas y furtivos encuentros entre amantes. Templos de aquelarres pretenciosos, localización de improvisados rodajes cinematográficos y capillas sixtinas de pseudo pintores. Guaridas para mendigos amigos del vino de cartón y refugio de animales sin destino. Así son las cuevas, un trastero de secretos abandonados.
Volviendo atrás en mis pasos, las admiro, las contemplo, las hago mías como escenario de historias fabulosas donde yo y mis iguales somos actores de intrépidas aventuras de niñez. Conozco palmo a palmo cada una de sus cavidades y recorro todos su barrancos. Así, atardece muchos días, subiendo y bajando con la bici la cuesta de las Cañas. Hasta que el tiempo de nuevo avanza sin haberme dado cuenta, permitiendo que el olvido las convierta en un elemento más del paisaje diluyendo su magia.
Objeto de admiración popular interesada y referente turístico para caravanistas, en un tiempo pasado dieron cobijo a costumbres de familias humildes que sólo perduran en la memoria de unos pocos.
Hoy son un hogar vacío.”
“Con esta obra Julio Irisarri nos lleva a la experiencia corporal de quien deambula por el terreno de las cuevas de Arguedas para desvelar los secretos de la noche y la memoria; y lo consigue de una forma magistral con el medio fotográfico y la técnica del “light-painting”.
Como en todo buen dominio técnico que se precie, la técnica desaparece para dejarnos lugar a la experiencia estética y perceptiva de la obra y a un sinfín de sensaciones. Vistas desde lejos y al natural, las cuevas de Arguedas se nos presentan como una sucesión de vanos alineados con formas de puertas y ventanas negras horadadas en la tierra.
De algunamanera en el propio montaje de la exposición se reproduce la sensación que podemos tener al ir aproximándonos al espacio físico de las cuevas. Desde la puerta de la sala vemos una sucesión de rectángulos y cuadrados oscuros, casi negros que llaman nuestra atención incitándonos a acercarnos a las imágenes. La curiosidad por descubrir lo que esconden esos “ojos negros que nos miran” abriéndonos todo un mundo a explorar, abriéndonos un espacio único y singular a descubrir. Con cada una de éstas imágenes, Julio nos ofrece un espacio visual al que acercarnos, un espacio próximo y extraño al mismo tiempo; corpóreo, táctil, sugerente e inquietante.
Ya frente a las fotografías, la oscuridad exterior que bordea la imagen se relaciona con la interior del vano fotografiado, la noche nos empuja hacia el hueco como si quisiéramos refugiarnos de ella, saber que hay dentro, pero al mismo tiempo nos invade el temor a lo desconocido.
Es la mirada de la cercanía que da la nocturnidad, donde tan solo controlas el espacio circundante; mientras el abismo de la noche se llena de sonidos. Una visión desde la experiencia corporal del propio espacio donde se percibe la aproximación del fotógrafo al cuerpo fotografiado. Porque eso es precisamente lo que Julio Irisarri nos está trayendo a ésta sala con su mirada: el cuerpo de éste espacio geológico. Su piel, su textura, sus formas, la riqueza de sus rincones. En las distancias cortas , éstas imágenes son tan sugerentes como escalofriantes. Un cuerpo que observa y es observado, con un punto fantasmagórico en su iluminación que potencia huecos, vanos y relieves contrastados.
En las imágenes, no aparece la persona literalmente, pero sí está el cuerpo de quien camina por ese espacio y nos lleva a nosotros los espectadores a caminar con él a través de su mirada. Por la cercanía y aproximación que hace a esos vanos, matorrales que podrían crujir a nuestro roce, o piedras que resbalarían bajo nuestros pies…
Casi podemos sentir el frío de la noche y los sonidos lejanos, también cercanos, que nos encojen el corazón cuando nos aventuramos a adentrarnos, aunque solo sea con la mirada, en la oscuridad que nos llama. Ojos que nos miran sin descanso. En el fondo, hay cierta monstruosidad en el planteamiento, como si La Peña entera se hubiese convertido en un cuerpo vivo, y Julio hubiese ido deambulando a su alrededor, tocando su piel con la luz, diseccionando sus partes, trayéndonos su mirada en cada uno de sus ojos. Aventurándose a conocerlo en el momento de mayor potencia visual, y de mayor vulnerabilidad para el propio fotógrafo.
Los mismos títulos nos están hablando de esa experiencia de explorador, de los encuentros, los recuerdos, los hallazgos que ésta experiencia fotográfica le ha deparado. Ahora solo precisa, de nuestro tiempo de contemplación y esos ojos se nos abren.”
Texto por Soledad Aragón